Con Gael todo comenzó con derivaciones, con preguntas sin respuestas, con médicos y estudios que no lograban dar un diagnóstico certero. La primera resonancia dejó una imagen confusa: más blanco que materia gris, algo no encajaba, pero nadie podía decirnos qué era. La neuróloga intuía que algo andaba mal, pero no sabía qué. Fue recién la especialista en metabolismo la que empezó a sospechar… y el camino se volvió cuesta arriba.
Esperábamos el turno para el fondo de ojo, mientras el otoño se hacía invierno, y con él, los problemas respiratorios de Gael se agravaban. Cada vez le costaba más alimentarse, se ahogaba, casi no comía… solo podía prenderse a la teta, y hasta eso se volvió un límite. Cuando por fin llegó el resultado del fondo de ojo, apareció la temida señal: “mancha rojo cereza”. Gael no veía.
Ahí se encendió la alarma definitiva. Se enviaron muestras de sangre al laboratorio Chamanes en La Plata. Mientras tanto, el deterioro era visible y diario. Una internación más: esta vez para colocarle la sonda nasogástrica. El estudio de deglución salió mal. Volvimos a casa con un diagnóstico probable y devastador: Tay-Sachs.
La sonda traía sus propias luchas: se salía con frecuencia y muchas veces, en la urgencia, los centros asistenciales nos daban la espalda. Y la respiración de Gael ya no podía más. A mediados de noviembre, otra internación. Se decide la traqueotomía. Fue duro, durísimo. Pero para él, fue un alivio.
Ahí comenzaron las convulsiones más fuertes, hasta encontrar la medicación adecuada. Volver a casa parecía imposible: necesitaba cuidados extremos, aspirador, oxígeno, atención permanente. Aprovechamos esa internación para programar también el botón gástrico. Pasé con él Nochebuena y Navidad. El 26 fue la cirugía. Fin de año y Año Nuevo los vivimos en el hospital.
Mientras el mundo afuera corría con compras, brindis y fuegos artificiales, nosotros vivíamos otra clase de urgencia: la de sostener la vida.
Y como si todo eso no fuera suficiente, antes de Reyes, su mamá decidió alejarse. Otro dolor, uno más. El hospital quiso intervenir, derivarlo a una institución especializada. Pero nosotros teníamos amor de sobra. El verdadero. Ese que no mide condiciones ni tiempos.
Tuvimos que poner un abogado, pelear por la guarda de Gael en plena feria judicial, mientras médicos y asistentes sociales insistían con derivaciones. Nos movían de sala en sala como si fuéramos un estorbo. Pero no nos rendimos. Con ayuda de otros papás que pasaban por lo mismo, conseguimos insumos, medicación, cuidados.
Y en marzo, Gael volvió a casa. Nuestra casa. Su hogar.
Contratamos una cuidadora. Yo dejé de trabajar entre semana para dedicarme a él. Trabajaba sábados y domingos, y el resto del tiempo era solo para mi hijo. En septiembre, llegó la obra social. Ya teníamos ambulancia para sus controles, cuidadoras, más ayuda.
Los médicos lo veían y nos felicitaban: “Qué bien cuidado está”.
Y claro que sí. Era nuestro rey. ¿Cómo no íbamos a cuidarlo y amarlo?
Pero a fines de octubre, la fiebre volvió. Lo llevamos al Hospital de Niños de San Justo, La Matanza. Neumonía. Su corazón ya no resistía. Lo pasaron a terapia intensiva.
El 30 de octubre, Gael partió.
Se fue como un héroe, habiendo dado una batalla inmensa, con una entereza que desarma. Hoy me toca a mí seguir, con el alma rota, pero de pie. Porque el amor que él me dio me obliga a transformar el dolor en fuerza.
Estoy acá para acompañar a quien lo necesite, aunque sea con palabras. Para visibilizar esta enfermedad, para pedir a los médicos que escuchen, que crean, que no minimicen.
Porque la historia de Gael no es sólo mía: es la historia de muchos niños invisibles, y de padres que no se rinden jamás.
Un abrazo infinito, como el amor que me dejó mi Gaelito.